-->

A INTERVALOS

Cuando escribo

¿La dama o el tigre?, Frank R. Stockton

 

Hace muchísimo tiempo vivía un rey semibárbaro, cuyas ideas —aunque bastante suavizadas gracias a la cercanía de los latinos, sus vecinos más próximos— eran fantásticas y muy poco convencionales, como correspondía a la mitad bárbara de su sangre. Era un hombre de imaginación exuberante y, además, de tan irresistible autoridad, que todas sus fantasías se convertían en realidades. Sólo se escuchaba a sí mismo y los únicos consejos que oía eran los propios. Así, cuando él y su voluntad estaban de acuerdo sobre alguna cosa, esta cosa estaba hecha. Y si todos los satélites de su sistema político y doméstico se movían dócilmente dentro de un curso establecido, su carácter se manifestaba amable y cordial; pero, curiosamente, si se producía el menor contratiempo o algo no funcionaba exactamente como él quería, el rey se mostraba aún más amable y más cordial. Y esto porque nada lo complacía más que enderezar lo torcido, y hacer desaparecer todo lo que le molestaba.

 

El anfiteatro público era una de las instituciones que correspondía a su mitad más civilizada; allí, la mente de sus súbditos se refinaba y se ilustraba mediante ejemplos de valor humano y animal.

 

Pero incluso en aquel lugar aparecía su fantasía bárbara y exuberante. El rey no había construido su anfiteatro pensando en que el público tuviera una oportunidad de escuchar rapsodias de los gladiadores moribundos; tampoco para que contemplara el inevitable final de un conflicto entre las opiniones religiosas y las fauces hambrientas, sino con un fin mucho más adecuado al aumento y al desarrollo de las energías mentales de su pueblo. El amplio circo, con sus galerías circulares, sus misteriosas bóvedas y sus pasajes secretos, era un agente de la poética justicia, donde se castigaba el crimen o se recompensaba la virtud, por la simple decisión de un imparcial e incorruptible azar.

 

Cuando un súbdito era acusado de cometer un crimen, cuya importancia interesaba al rey, se anunciaba públicamente que, en determinado día, el destino del acusado quedaría sellado en el circo real. Este edificio merecía muy particularmente su nombre; porque, aunque su forma y su plano provenían del extranjero, su función era muy característica de la mentalidad de este hombre, quien, como un verdadero rey, no conocía más tradiciones que las que su propia fantasía le ordenaba respetar, e introducía su poderoso idealismo bárbaro en cualquier manifestación del pensamiento y de la actitud humana.

 

Una vez que todo el pueblo, acudiendo al llamado, se reunía en las galerías, y que el rey, rodeado de su corte, se sentaba en su elevado sitial a un costado de la arena, aquél hacía una señal. Entonces, a sus pies se abría una puerta y el acusado hacía su entrada en el anfiteatro. Frente a él, al otro lado del recinto, había dos puertas contiguas y exactamente iguales. El deber y el privilegio de la persona juzgada consistían en acercarse a una de estas puertas y abrir una de ellas.

 

Podía abrir la que quisiera, sin más guía o influencia que el ya mencionado azar, imparcial e incorruptible...

 

Pero al abrir una de aquellas puertas idénticas salía un tigre hambriento, el más cruel y feroz que se pudiera conseguir. La fiera saltaba inmediatamente sobre el acusado y lo desgarraba en muchos pedazos, como castigo de su culpa.

 

De este modo, la causa criminal había quedado decidida y en ese preciso instante sonaban unas dolientes campanas de hierro, los plañideros contratados iniciaban sus tristes lamentos y todos los presentes, con las cabezas inclinadas y los corazones apesadumbrados, retomaban lentamente el camino de su hogar, condoliéndose de que una persona joven y bien parecida, o tan anciana y respetable, hubiera merecido esa horrible suerte.

 

Ahora, si el acusado abría la otra puerta, de ella salía una gentil dama, elegida entre todos los súbditos femeninos del rey como la más adecuada a la edad y al estado del acusado. En recompensa a su inocencia, el criminal era desposado con ella al instante. No importaba que ya poseyera una mujer y una familia, o que sus afectos estuvieran dirigidos a otra persona; el rey no permitía que circunstancias tan secundarias interfirieran en su gran plan de retribución y recompensa. Como en el otro caso, el cumplimiento era inmediato, y en la misma arena. Debajo del rey se abría otra puerta, y un ministro, seguido de un séquito de coristas y de doncellas que tocaban alegres melodías en cuernos dorados, mientras bailaban una danza nupcial, avanzaban hasta el lugar donde esperaba la pareja, uno junto al otro, y la ceremonia se cumplía con rapidez y alegría. Entonces, unas festivas campanas, esta vez de bronce, entonaban su jovial repiqueteo; el pueblo gritaba y aclamaba, y el inocente, precedido por niños que arrojaban flores sobre su camino, conducía a la desposada hasta su nuevo hogar.

 

Este método semibárbaro seguía el rey para administrar justicia. Su perfecta ecuanimidad era obvia. El criminal no podía saber en cuál de las puertas lo esperaba la dama: abría la que él quería, sin imaginarse siquiera si en el próximo instante sería devorado o desposado. En algunos casos el tigre salía por la puerta de la derecha, y en otros por la de la izquierda. No sólo eran ecuánimes las decisiones del tribunal, sino que además eran muy precisas: si el acusado era culpable, su castigo era inmediato; si era inocente, se lo recompensaba en el acto, quisiera o no quisiera.

 

Esta institución llegó a ser muy popular. Cuando el pueblo acudía al anfiteatro, en uno de esos grandes días de juicio público, no sabía qué iba a presenciar: una sangrienta matanza o un alegre casamiento. Esta especie de inseguridad daba a la reunión un interés que de otro modo no habría tenido. La muchedumbre se entretenía y se divertía, y el sector intelectual de la comunidad no podía objetar la parcialidad del fallo, puesto que toda la responsabilidad de la decisión descansaba en las propias manos del acusado.

 

Este rey semibárbaro tenía una hermosa hija tan floreciente como sus más desbordantes fantasías, y cuyo espíritu era tan apasionado e imperioso como el suyo. Como es costumbre en estos casos, el rey la amaba más que a la niña de sus ojos, y más que a toda la humanidad. Ahora bien, entre sus cortesanos había un joven que poseía esa pureza de sangre y esa pobreza de estado comunes a todos los héroes convencionales de las historias románticas que se enamoran de las princesas reales.

 

La princesa estaba muy contenta con su enamorado porque era bien parecido y valiente hasta un grado inigualable en todo el reino; ella lo amaba con una pasión alentada por todo el barbarismo que se precisa para que una pasión sea excesivamente ardiente y fuerte. Este romance siguió tranquilamente su curso durante muchos meses, hasta que un día el rey fue informado de su existencia.

 

El monarca no vaciló ni un instante: tenía un deber ineludible. El joven fue inmediatamente arrojado a una prisión, y se fijó el día del juicio en la arena pública. Esta, por supuesto, era una ocasión especialmente importante; y su majestad, así como todo el pueblo, se interesó sobremanera en los preparativos y en el desarrollo del juicio. Nunca había sucedido un caso semejante; nunca un súbdito se había atrevido a amar a la hija de un rey. Después, este tipo de cosas se vulgarizó bastante pero en aquella época eran nuevas y extraordinariamente asombrosas.

 

Se revisaron todas las jaulas de los tigres del reino, para elegir entre las bestias más salvajes y crueles al más feroz de los monstruos; los jueces más competentes examinaron las huestes de doncellas jóvenes y hermosas de todo el país para proporcionar al joven una novia apropiada, en caso de que el azar no le otorgara un destino diferente. Por supuesto, todo el mundo sabía que la acusación era cierta. Él había amado a la princesa y ni él, ni ella, ni nadie, pensaba en desmentir el hecho; pero el rey jamás permitiría que una circunstancia semejante interfiriera en la acción de un tribunal que tanto deleite y satisfacción le proporcionaba. Terminara como terminara el asunto, el joven se alejaría de su amada y desaparecería de la escena; entonces el rey tranquilamente podría dedicarse a contemplar la marcha de los acontecimientos que determinarían si el joven había procedido mal o bien al entregarse a su amor por la princesa.

 

Llegó el día fijado. El pueblo acudió desde lejos y desde cerca hasta colmar las grandes galerías del circo; enormes muchedumbres, imposibilitadas de entrar, se agolparon junto a las paredes exteriores. El rey y la corte se instalaron en sus lugares respectivos, frente a las puertas gemelas, esos fatales portones tan terribles en su similitud.

 

Todo estaba listo. Se dio la señal. Una puerta se abrió debajo de la asamblea real, y el amado de la princesa entró a la arena. Alto, hermoso, rubio, su aparición fue recibida con un murmullo de admiración y de ansiedad. La mitad del auditorio ignoraba que un joven tan apuesto hubiera vivido en su seno. ¡No era extraño que la princesa lo amara! ¡Qué terrible situación la suya!

 

Mientras el joven avanzaba por la arena, se dio vuelta, como era la costumbre, para saludar al rey; pero él no pensaba en el real personaje: sus ojos se fijaron en la princesa, sentada a la derecha de su padre. Sin esa mitad bárbara de su naturaleza, es posible que la doncella no hubiera acudido al circo; pero su espíritu ferviente y apasionado no le permitía alejarse de una ocasión que tan terriblemente le interesaba. Desde el instante del decreto que decidía el juicio de su enamorado en el circo real no había pensado, ni de noche ni de día, sino en este gran acontecimiento y las diversas circunstancias que lo rodeaban. Como poseía más poder, más influencia y más fuerza de carácter que cualquier otra persona que se hubiera interesado en un caso semejante, consiguió lo que nadie había logrado antes: poseer el secreto de las puertas. Sabía en cuál de los dos recintos estaba la jaula abierta del tigre y en cuál esperaba la dama. Era imposible que a través de esas gruesas puertas, interiormente tapizadas con pesadas pieles, llegara ningún ruido o aviso premonitor hasta la persona que debía acercarse para alzar el cerrojo de una de ellas; pero el oro y el poder de una voluntad femenina habían permitido a la princesa conocer el terrible secreto.

 

Y no sólo sabía en cuál recinto estaba la dama lista para aparecer radiante y ruborizada en cuanto abrieran su puerta, sino que también sabía quién era ella. Era una de las más hermosas y encantadoras doncellas de la corte, elegida para recompensar al joven acusado si llegaba a demostrar que era inocente del crimen de pretender a una persona de tan elevada situación; y la princesa la odiaba. Muchas veces le había parecido que los ojos de ella se detenían en el rostro de su amado y que esas miradas eran advertidas y correspondidas. De vez en cuando los había visto conversando juntos; sólo durante uno o dos minutos, pero mucho puede decirse aun en tan breve lapso. Quizás hablaran sobre temas sin ninguna importancia, mas, ¿cómo saberlo? La muchacha era encantadora, pero se había atrevido a levantar sus ojos hasta el elegido de la princesa; y, con toda la intensidad de su sangre salvaje, ella odiaba a esa mujer que temblaba ruborosa detrás de esa silenciosa puerta.

 

Cuando el joven se dio vuelta y sus ojos se encontraron con los ojos de la princesa, allí sentada, más pálida y más blanca que ninguna, entre el océano de caras ansiosas que la rodeaba, él vio, gracias a ese poder de comprensión inmediata otorgado a quienes han unido sus almas en una sola, que ella sabía detrás de cuál puerta se agazapaba el tigre y detrás de cuál estaba la dama. Él lo había previsto. Conocía su carácter, y estaba seguro de que ella no descansaría hasta descubrir ese secreto, ignorado por todos los otros concurrentes, incluso por el rey. La única esperanza cierta del acusado era la posibilidad de que la princesa descubriera el misterio; y en el instante de mirarla comprendió que ella lo había descubierto, como su espíritu en el fondo suponía.

 

Entonces, con una mirada rápida y ansiosa, preguntó:

 

“¿Cuál?"

 

Ella lo comprendió tan claramente como si se lo hubiera gritado. No había que perder un instante. La pregunta había sido hecha en un relámpago: había que contestarla en otro.

 

Su brazo derecho reposaba sobre el parapeto tapizado. Levantó la mano e hizo un leve y rápido movimiento hacia la derecha. Sólo su amado lo vio. Todos los ojos, excepto los suyos, estaban fijos sobre el hombre de la arena.

 

Él se dio vuelta, y con paso firme y rápido cruzó el espacio vacío. Todos los corazones cesaron de latir, todas las respiraciones se contuvieron, todos los ojos se inmovilizaron y se clavaron en el hombre. Sin la menor vacilación, él se acercó a la puerta de la derecha y la abrió.

 

¿Salió el tigre por esa puerta, o salió la doncella? Este es el nudo de la historia.

 

Mientras más lo pensamos, más difícil nos parece la respuesta. Tiene implícito un estudio del corazón humano que nos llevaría a través de complicados laberintos pasionales, de donde es muy difícil salir. Piénsenlo bien, queridos lectores, no como si la decisión dependiera de ustedes mismos, sino de esa apasionada y semibárbara princesa, con su alma debatiéndose entre los dos ruegos combinados de la desesperación y de los celos. Ella ya lo había perdido: ¿quién lo poseería ahora?

 

¡Cuántas veces, en sus horas de vigilia, un salvaje horror la había consumido! ¡Y cuántas veces se había cubierto el rostro con las manos, al imaginar que su amado abría la puerta donde las crueles garras del tigre lo esperaban!

 

Pero ¡cuántas veces más, en esas mismas horas de vigilia, había soñado, casi vivido, que su amado se encontraba en la otra puerta! Y en esos dolientes ensueños, ¡cómo había apretado los dientes, y se había tirado el cabello, al vislumbrar su gesto de deleite al abrir la puerta y encontrarse con la bella muchacha! ¡En qué agonía se había encendido su alma, cuando lo veía precipitarse hacia esa mujer, con las mejillas ardientes y los ojos brillantes de triunfo; cuando lo veía conducirla del brazo, con todo el cuerpo enardecido por la alegría de la multitud, y el loco repiqueteo de las campanas felices; cuando veía al ministro acercarse con su séquito jovial hasta la pareja y convertirlos en marido y mujer ante sus propios ojos; y cuando los veía alejarse, juntos, sobre un camino de flores, perseguidos por los alaridos tremendos de la alegre multitud, donde su solitario grito de desesperación se perdía y naufragaba!

 

¿No sería mejor que él muriera al instante, y fuera a esperarla en las bienaventuradas regiones de una semibárbara eternidad?

 

¡Y, sin embargo, ese horrendo tigre, esos gritos, esa sangre!

 

Su decisión había sido tomada en un instante, pero sólo después de noches y días de angustiosa meditación. Ella sabía que él preguntaría, había decidido su respuesta y, sin la menor vacilación, había movido su mano hacia la derecha.

 

Este asunto de su decisión no puede ser encarado con ninguna ligereza, y no tengo la pretensión de considerarme capaz de resolverlo. Y por lo tanto, lo dejo en las manos de los lectores: ¿Quién salió por la puerta abierta? ¿La dama o el tigre?

 

Historia de una hora, Kate Chopin

Sabiendo que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido.

Fue su hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia.

Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera.

Frente a la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él.

En la plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un buhonero gritaba sus quincallas. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros.

Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras. Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sus sueños.

Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien ensimismamiento.

Sentía que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire.

Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.


No se detuvo a pensar si aquella invasión de alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida.

No habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos delictivo en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba.

Y a pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué importaba! ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser! "¡Libre, libre en cuerpo y alma!" continuó susurrando.

Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.”

“Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.

Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la vida pudiera durar demasiado!

Por fin se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.

Alguien intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera.

Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón, de la alegría que mata.

El germen de una novela, Paul Auster

Un año después de la ruptura de mi primer matrimonio, me mudé a un apartamento en Brooklyn. Fue a comienzos de 1980 y yo estaba trabajando en El libro de la memoria (...).
Un día, un par de meses después de mudarme, sonó el teléfono y del otro lado de la línea alguien me preguntó si hablaba con la agencia Pinkerton. Le dije que no, que se había equivocado y colgué el auricular.
Seguramente habría olvidado ese incidente, de no ser porque al día siguiente llamó otra persona y me hizo la misma pregunta: «¿Hablo con la agencia Pinkerton?». Otra vez dije que no, le expliqué que se había equivocado de número y colgué.
Pero un instante después comencé a preguntarme qué habría ocurrido si hubiera dicho que sí. ¿Habría podido hacerme pasar por agente de la Pinkerton? Y en caso afirmativo, ¿hasta donde habría podido llevar el engaño? La idea del libro surgió de esas llamadas telefónicas, pero pasó más de un año hasta que empecé a escribirlo.

El almohadón de plumas, Horacio Quiroga

El almohadón de plumas

Horacio Quiroga

 
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.

Fue ése el último día en que Alicia estuvo levantada. El día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente mirando fijamente.

Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —exclamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora, temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella sus ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor, mientras ellos pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.

—Pst… —Se encogió de hombros desalentado su médico. —Es un caso serio… Poco hay que hacer.

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó pero en seguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay? —murmuró con voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

Decálogo del perfecto cuentista, Horacio Quiroga

I. Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.

II. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Gabriel García Márquez, ¿Todo cuento es un cuento chino?

Escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie la reclame, que a lo mejor termino creyendo que es mía. Hay otra comparación que es pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo. La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela.

El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio Príncipe de Asturias. Dice así: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". Nada más. Hay otro de Las mil y una noches, cuyo texto no tengo a la mano, y que me produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una almendra. 


Más que el cuento mismo, alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia.
Las Novelas ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los duelistas, un cuento también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran.


La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.


Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: "La pata de mono", de W.W. Jacobs, y "El hombre en la calle", de Georges Simenon. El cuento policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre.


El cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra.


No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de William Somerset Maugham, cuyas obras -como las de Hemingway- son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar "P&O" -siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient- que es el drama terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano Índico.


Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más cortos -"Un canario para regalo" y "Un gato bajo la lluvia"-, y el tercero, largo y consagratorio, "La breve vida feliz de Francis Macomber".


Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El otoño del patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien años de soledad, en la que había trabajado sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva.


Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con vida propia en el libro de La cándida Eréndira: "Blacamán el bueno vendedor de milagros", "El último viaje del buque fantasma", que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el embrión de El otoño..., que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias.


El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien años... se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste: "Leí el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.

La elegancia china de Chen Yifei

Chen Yifei (1945-2005) fue una figura esencial en el desarrollo de la pintura china al óleo. Además de pintor también fue director de cine y se dedicó al diseño. Su marca de identidad son las mujeres melancólicas y solitarias en vestidos tradicionales, una perfecta fusión del romanticismo y el realismo.






Gloomy sunday


La primera vez que escuché Gloomy Sunday en la versión de Billie Holiday no sabía que se trataba de una canción prohibida. En una ignorancia idéntica a la mía en cuanto a sus efectos perversos, el húngaro Rezsö Seress la compuso bajo el nombre original de  Szomorú Vasárnap en 1933. Pretendía ser un homenaje a una antigua novia suya que se había suicidado. En su traducción al inglés la letra dice:
    Gloomy Sunday with a hundred white flowers
    I was waiting for you my dearest with a prayer
    A Sunday morning, chasing after my dreams
    The carriage of my sorrow returned to me without you
    It is since then that my Sundays have been forever sad
    Tears my only drink, the sorrow my bread...

    Gloomy Sunday
    This last Sunday, my darling please come to me
    There'll be a priest, a coffin, a catafalque and a winding-sheet
    There'll be flowers for you, flowers and a coffin
    Under the blossoming trees it will be my last journey
    My eyes will be open, so that I could see you for a last time
    Don't be afraid of my eyes, I'm blessing you even in my death...
    The last Sunday.
El lado oscuro de la canción radica en que aparentemente en la década de los treinta del pasado siglo este Domingo sombrío animó a una enorme cantidad de personas a quitarse la vida. También el propio compositor sucumbió al influjo de la canción en 1968 cuando se reunió con su musa arrojándose desde lo alto de un edificio en Budapest. Al pobre hombre le pudo la responsabilidad de haber alentado una oleada de suicidios con su música.

Viendo las cosas desde la distancia del tiempo transcurrido, es más probable que la Gran Depresión diese el empujoncito fatal a que lo hiciera Gloomy sunday (siempre es más fácil cubrir la realidad con un velo). En cualquier caso, la leyenda negra de la canción se tomó entonces muy en serio y fue prohibida en Europa en 1936. Incluso la versión de 1941 grabada por Billie Holiday fue vetada por las emisoras norteamericanas.

Para quien tema por su seguridad, no sé cuántas veces habré disfrutado de la elegante melancolía de Gloomy sunday sin sentir el menor impulso suicida. Al contrario, la voz de Billie Holiday es un bálsamo que ahuyenta la pena y alivia todos los males.

Edward S. Curtis y el alma india

Edward. S. Curtis escribió al antropólogo George Bird Grinnell:

"Es un sueño tan grande que no puedo verlo todo".

Pero cualquiera puede apreciar en sus retratos los infinitos matices de la cultura india norteamericana. Sus fotografías de principios del siglo XX proyectan la perspectiva de un hombre blanco que fue aceptado como un miembro más de la tribu. En los ojos de sus modelos se refleja un fotógrafo cuya mirada única supo estar a la vez dentro y fuera de la vida de los otros.

El presidente Theodore Roosevelt escribió en el prólogo de la obra de Curtis, "El indio norteamericano":

"En el señor Curtis tenemos tanto a un artista como a un observador experimentado, cuyas imágenes son imágenes, no simplemente fotografías; cuyo trabajo va más allá de la mera precisión, porque es la verdad...".
















Kothbiro


Koth Biro

Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye (Yaye nyithindogi un koro un utimoru nade? Koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye (Yaye nyithindogi un koro un utimoru nade? Koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' (yaye nyithindogi) uwinja (un koro un utimoru nade?)
Koth biro, Keluru dhok e dala (koth biro keluru dhok e dala)
Oooh mam' (yaye nyithindogi) uwinja (un koro un utimoru nade?)
Koth biro, Keluru dhok e dala (koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye

Lea más en http://lyricstranslate.com/en/kothbiro-rain-coming.html#U6Cij6ZLWlWyjUgC.99

Así suena la nana Kothbiro en la voz del cantautor keniata Ayub Ogada. El título de la canción significa en el lenguaje luo "ya llega la lluvia" en referencia a la estación húmeda.
Ayub Ogada - Kothbiro  

"Ya llega la lluvia. Si puedes oírme, hijo mío, haz que regrese nuestro ganado a casa".

Koth Biro
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye (Yaye nyithindogi un koro un utimoru nade? Koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye (Yaye nyithindogi un koro un utimoru nade? Koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' (yaye nyithindogi) uwinja (un koro un utimoru nade?)
Koth biro, Keluru dhok e dala (koth biro keluru dhok e dala)
Oooh mam' (yaye nyithindogi) uwinja (un koro un utimoru nade?)
Koth biro, Keluru dhok e dala (koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye

o

Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Oooh mam' uwinja
Koth biro
Keluru dhok e dala
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye (Yaye nyithindogi un koro un utimoru nade? Koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye (Yaye nyithindogi un koro un utimoru nade? Koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Oooh mam' (yaye nyithindogi) uwinja (un koro un utimoru nade?)
Koth biro, Keluru dhok e dala (koth biro keluru dhok e dala)
Oooh mam' (yaye nyithindogi) uwinja (un koro un utimoru nade?)
Koth biro, Keluru dhok e dala (koth biro keluru dhok e dala)
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Aaaah haye haye haye haye haye haye
Lea más en http://lyricstranslate.com/en/kothbiro-rain-coming.html#U6Cij6ZLWlWyjUgC.99